El día que una grapadora fue más importante que yo
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Entré por la puerta de aquel banco. Esa mañana apenas había clientes. Me alegré porque eso significaba que me iba a dar tiempo a mirar algún reglo para Navidad. Sé que todavía faltan unas semanas, pero luego se me echa el tiempo encima y voy con los nervios de no haber encontrado el regalo perfecto.
Al lado de la caja había un par de mesas. Una vacía y la otra con un trabajador de la oficina. Me sitúo junto a él, de pie. Aguardo.
Al cabo de un minuto me doy cuenta de que esa persona no había comenzado el típico ritual social que nos enseñan de pequeños: «Cuando alguien llega, saluda». Su mirada permanecía saltando entre la profundidad de la pantalla y el jeroglífico de números anotados en un papel, junto al teclado.
– Será que no me ha visto – pienso.
Así que decido moverme un poco. Al rato ya evidencio que sí me ha visto, pero que no tiene mucha intención de hacerme caso. Está claro que lo que tiene entre manos es importante. Más que yo, al menos.
Cinco minutos de pie después, ya me hacen pensar que algo pasa.
Grapa los papeles, justo en el momento en donde pienso que ya soy alguien para esa persona. Coge uno de un cajón y lo une con otro que se le había caído al suelo. Los grapa en lugar de dirigirme la mirada. Grapa otro, y luego la vuelve a llevar al teclado, junto a la pantalla.
Tiqui … tiqui…. tiqui…. tiqui…..
Pasan cinco minutos más de reloj, con cada segundo buscando ese contacto de miradas que te permita socialmente inicial una conversación.
Llega el momento en donde pienso que me paso de educado por no interrumpir su trabajo. Cualquier otra persona habría dicho: ¿Me puede atender?
Los siguientes dos minutos estuvieron dedicados a llegar a adivinar si obra él peor al no saludarme o yo si le interrumpo su trabajo.
Antes de llegar a una conclusión sobre tal cuestión, él levantó la mirada y me dijo:
– ¿Le puedo ayudar?
Yo asentí con la cabeza al tiempo que exponía el motivo de mi visita. Acto seguido me invitó a sentarme, 16 minutos después de haber entrado por la puerta. Más tiempo del que dedicó a despacharme.
Al levantarme alargó su mano para despedirme de mí. Cuando teníamos las manos cogidas, él llevó la vista a su grapadora. Yo la miré también.
Fue la última vez que vi esa grapadora.
Autor: Fernando Pena
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